Creo que pasé más tiempo con comunicadores que con gente de cualquier otra profesión.
Durante mis años en la facultad compartí una casa con dos estudiantes de comunicación social –de la UNQui, una especie de subsede extraoficial de la misma carrera en la UBA–. Entre picados de futbol y fiestas no faltaban conversaciones acerca de Heidegger, Horkheimer, Benjamin. También me filtraba como oyente en las clases de Becerra u otras que me resultaran atrayentes.
Más adelante, ya como “profesional” (si, el entrecomillado quiere decir lo que interpretan) también hube de compartir con comunicadores o periodistas. Muchos de mis mejores amigos ejercen profesiones relacionadas.
El rol del periodismo en la sociedad, el “periodismo digital” (WTF is that!?), “blogs vs. periodismo” (un cisma que no termina de morirse de una buena vez), los intereses de los medios, el periodismo militante, la decadencia del formato papel, la aparente inhabilidad de los sitios web de noticias de volverse económicamente sustentables. El periodismo de datos. La neutralidad. A/B testing para periodistas.
“La verdad“.
Todas esas son argumentaciones o problemas que se plantean cotidianamente en el meta-universo comunicacional.
Sin embargo hay una pregunta que, creo, jamás escuché de boca de comunicadores, periodistas o profesores. Y es una que considero central al rol.
Hace ya un tiempo, Laureana Bonaparte levantaba el avispero en este mismo blog con un excelente post acerca del talento y las agallas de algunos periodistas –citaba el caso de la Rolling Stone-.
Pero hay algo que precede. Algo primordial. Algo que logra que el talento surja, que se pueden hacer de tripas corazón e ir para adelante. Aún tocando intereses muy por encima de los del simple reportero. Algo que no tiene en cuenta el modelo económico o la distribución del contenido, o si el periodismo es digital.
Algo que hizo que Sebastian Junger y Tim Hetherington se embarcaran al lugar más conflictivo de Afganistán. Algo que condujo a Hetherington a una muerte temprana durante la guerra civil Libia (hace poco más de un año, pero parece un siglo).
No importa si tu interés son los libros, la gastronomía, los viajes, la economía, la política, los conflictos internacionales. Tiene que haber una sola pregunta programada en tu ADN de periodista:
¿Siento curiosidad?
¿Cómo se puede viajar por Latinoamérica económicamente? Curiosidad.
¿Qué hay detrás de las políticas de estado? Curiosidad.
¿Cómo es la vida de un pelotón en el frente de batalla en Afganistán? Curiosidad.
¿Cuál es el impacto de las redes sociales sobre la audiencia televisiva? Curiosidad.
¿Trabajás en una editorial refritando notas? No sos periodista, sos administrativo. ¿Estás detrás de la comunicación de una personalidad pública? No sos periodista, sos operador. ¿Reproducís los mensajes verticales de la facción a la que pertenecés? No sos periodista, sos un operario.
Si te pica el bichito y hay preguntas que crees que deben ser respondidas, tenés muchas chances de que, en la era de la comunicación sin fricciones –ya no de la reproductibilidad técnica– puedas encontrar una audiencia interesada.
Todas las preguntas del tercer párrafo de esta entrada son interesantes. Si, las cosas cambian, los medios y su rol cambian. La forma de publicar, los estilos y los temas cambian.
La curiosidad permanece.
Sobre el autor: Esteban Glas no es periodista. Pero es curioso. Escribe semi-regularmente en Redtacora y twittea un poco más regularmente desde @estebanglas.